24 marzo 2008

Muéreme

Déjame morirme en el martirio de los besos estampados. Déjame que me vuelva invisible y los puñales caigan al suelo. Déjame. Porque ayer pensaba que yo era yo, y hoy ya sólo creo que no fui nunca. Porque a base de querer ser, me convertí en este horrible monstruo. Porque, aunque luche, siempre seré yo. Porque nunca seré el yo que trato de pintarte con carmín en los espejos. Sólo seré yo. El otro yo. El de la sonrisa insoportable, el del tembleque incomprensible, el de los chistes sin gracia, la voz con soniquete, las explicaciones que no pidió nadie, el agobio, la histeria, la impaciencia, la pesadez… El siempre yo. El yo de siempre. Ése que odio. Ése que odias. El que odian todos. Por eso, déjame que me muera. Déjame que apague la luz de esta ventana para que no vuelvas a mirarme el alma. Porque ya basta con verme el rostro para odiarme. Porque ya basta. Porque me reconcomen las entrañas de rabia e impotencia cuando el espejo vuelve a gritarme el nombre en alaridos. Porque es ése mi nombre y no el que yo quiero inventarte con cuentos embrujados. Porque yo soy aquella que te oculto. Porque soy aquella que sólo a mí misma quiero ocultarme. Y no sirve de nada. Porque tan sólo existe ella, la que me persigue, la que me atormenta, la que me machaca con su invisible presencia en cada una de mis palabras. Porque yo quise matarla, pero aún vive. Y la odio. Y me odia. Y por eso acabaremos matándonos la una a la otra. Por eso, déjame morirme con besos estampados contra las paredes de la realidad. Déjame morirme porque así la mato y muere el miedo, y el ayer, y el mañana de seguir soportándola. Déjame morirme y que se muera en el infierno del olvido.

14 marzo 2008

Un final

Trató de darse la vuelta para volver a conciliar el incomodo sueño entre los tres pequeños asientos de turista que había logrado ocupar al final del avión. Apoyó la espalda contra la pared del aparato y cerró los ojos con las piernas estiradas bajo la fina manta azul que le había dado la azafata.

Entonces, un respingo. Y luego otro. Y el mundo comenzó a bailar bajo su cuerpo. La señal de alerta para abrocharse los cinturones hizo saltar a más de mitad del pasaje, ya asustado por el vaivén del aparato. Pero ella seguía en calma. Bajó los pies al suelo y abrochó su cinturón mientras las mascarillas de oxígeno saltaban desde el techo aumentando el bullicio y los gritos que comenzaban a convertirse en un eco repetitivo.

Otro salto. Un empujón. Las maletas rodando por el pasillo tras salir despedidas de los compartimentos. Un tirón. Otro salto. Y la velocidad agigantándose por segundos. Su cuerpo, colgando del cinturón recién abrochado, se había quedado tan manso como el de un muñeco de trapo.

Para ella ya no había avión. Ya no había vuelo, ni maletas, ni pasaje, ni cinturón. Ella ya sólo podía ver el rostro dorado y terso de él. Su sonrisa deslumbrante llenando cada rincón de su visión. Sus brazos abiertos ante ella. Cerró los ojos y suspiró profundamente. Al fin, sería libre. Al fin le volvería a ver.

Y mientras el avión se hundía con ella y su futuro en las profundidades del océano, su alma se aferraba con fuerza a aquel abrazo que la recibía manso y cálido en el infinito. Abrió los ojos y allí estaba él. Al fin. Más vivo que nunca, suyo en la muerte que sí dura para siempre. Suyo en las profundidades de la eternidad.

11 marzo 2008

Amigo torbellino

¿Cómo explicarle al torbellino que fuera de las fronteras de sí mismo existe un inmenso mar de sueños? Sería imposible que lo entendiese, porque el torbellino se arrastra a sí mismo a las profundidades de la oscuridad. Porque el torbellino está tan atrapado en el círculo vicioso de sus pensamientos cíclicos que la luz no llega a las profundidades de su alma.

Por eso quiero huir de ti, pequeño torbellino. Por eso no sé cómo decirte que prefiero el vaivén de las tormentas, el silbido del viento huracanado, el estruendo de los truenos o el frío intenso de las heladas, que caer en el vacío negro y desquiciante de tu viaje sin retorno.

Por eso intento que no me atrapes. Porque caer en tu guarida significaría vivir sufriendo, a la caza de fantasmas invisibles y silenciosos cuya presencia, tan sólo intuida, produce mil veces más miedo que los monstruos de la realidad.

Por eso no quiero. No. No quiero morir asfixiada por la agonía de tus giros. No quiero morir ahogada en las profundidades de tu pozo oscuro.

Por eso yo nado a pecho descubierto. Por eso me quedo en mi balsa de madera respirando la brisa de este mar inmenso. Por eso, amigo torbellino, aquí me quedo, quemándome con este sol sincero, aguardando lluvias, tempestades, truenos y hielos. Porque prefiero el dolor del mundo, a esconderme en un agujero.

04 marzo 2008

Playa llena, mas sin sirena

El tiempo ha pasado. Ha pasado en una brisa lenta pero intensa. Y aquí sigue mi casa, en pie y soportando la erosión de los días. Tres meses he tardado en decidir qué contar sobre esta playa. Porque estaba a verlas venir y las vi. Y vinieron grandes y pequeñas las olas de esta playa.

No puedo decir que todo sea felicidad después de estos tres meses, porque si la felicidad absoluta existiera no sabríamos de su existencia. Pero sí puedo decir que sigo aquí y ya es bastante. Y también que no estoy sola, que esta cala solitaria se ha llenado de repente con la luz de mil sonrisas. Que se fueron muchos y que duelen. Pero que llegaron otros que alegran los vacíos que aquellos dejaron en el corazón.

Describirlos a todos sería demasiado para una sola epístola de estas mías marinas. Pero os diré que no hay uno por el que no bendiga los designios de Neptuno. Un ratón muy juguetón, un perenquén de lo más salado, una gaviota llena de vida, un loro verde y parlanchín... No sabéis lo divertida que se ha vuelto la playa con todos ellos.

Como maestro de ceremonias, ocupando la piedra más alta de esta pequeña bahía, está el albatros. Un ave majestuosa que impone con su gran tamaño y porte, pero que suaviza su impresión con la gracia de su timbre dicharachero.

Sin embargo amigos, no puedo evitar sentir que me duele el salado corazón de bruja por la ausencia de otros. Especialmente de ella, sí. De la pequeña sirenita. Ella no quiso compartir playa con albatros, loros y gaviotas. Porque las aves no le gustan y menos cuando Neptuno decidió que tendría que ceder su piedra a uno de ellos.

Sí, ya sabemos que a ella tampoco le gustaba aquella piedra, que la veía muy alta y que odiaba tener que subirse a ella arrastrando por las rocas su preciosa cola dorada. Pero, no lo sé, porque tampoco las brujas lo sabemos todo como ella pretendía. Sólo sé que su canto se fue tornando triste, que su sonrisa se murió entre silencios y que, un día, sin decir siquiera adiós, se había ido para siempre.

Y bueno, así es la vida en esta playa. Unos que van y otros que llegan. Y ya os digo exploradores que no me quejo del brillo intenso que adquirido mi pequeña costa. Pero ni el canto grácil del albatros, ni la peculiar gracia del lorito parlanchín, ni siquiera los jugueteos entre las rocas del ratoncito y el perenquén, lograrán sustituir, al menos en mucho tiempo, el dulce y armonioso canto de la sirena.